Llevo
ya algunas etapas en “Mi Camino” pero realmente siento lo que es el Camino
desde que estoy en el camino francés.
En
mi última etapa he disfrutado las nieblas en los bosques de Navarra; el
amanecer caminando en silencio; los viñedos con sus racimos de uvas; las confidencias
del peregrino con el que caminamos un trozo juntos; la sonrisa de una chica
japonesa que no le pregunté su nombre, cuando curé su pie; la confianza con que
aquella señora canadiense, que podría ser mi madre, puso sus pies cansados en
mis rodillas; el cariño y la alegría de unos hospitaleros belgas; el café
caliente y cargado en un albergue; la bondad de quien, sin apenas conocerte,
cansa sus manos relajando tu espalda o tus pies; el golpeteo rítmico, casi
ritual, de mi bastón chocando contra el suelo que me permite escuchar el
silencio; el beso en la mejilla de aquella monja a quien prometí rezar por ella
en Santiago... Y la magia, siempre la magia, en la brisa del amanecer, en la
luz y en la sombra, en el silencio, en la noche, en la inmensidad de los campos.
Todo ello va tejiendo una respuesta para mí.
Al despedirse al finalizar una etapa, el peregrino que compartió contigo sudores y risas, botijo y ampollas, esparadrapo y charla, cansancio, ronquidos, abrazos y sonrisas, además de algún suspiro, no preguntará nada. El ya tiene su respuesta. T
Al despedirse al finalizar una etapa, el peregrino que compartió contigo sudores y risas, botijo y ampollas, esparadrapo y charla, cansancio, ronquidos, abrazos y sonrisas, además de algún suspiro, no preguntará nada. El ya tiene su respuesta. T
Yo
sin embargo, al regresar me pregunto qué deprisa pasará el tiempo que me falta
para regresar al Camino